Por fin daremos por terminado este ciclo escolar que, si no se deja en el olvido, formará parte de la historia de todos nosotros. Será recordado como el primer ciclo completo en línea… Sí, el primero, porque si continuamos con las mismas prácticas humanas seguramente habrá más de estos con mayor frecuencia; no hay garantías de esto, pero tampoco de que todo volverá a la normalidad pronto. En ese sentido, hay quienes dicen que seguiremos de este modo hasta octubre o más allá, mientras otros se rasgan las vestiduras por la necesidad de deshacerse de sus hijos que duermen hasta tarde, que comen tres veces al día, que no hacen lo que deben para el sostenimiento de la casa, que tampoco demuestran interés por las clases o tareas.
Afortunadamente para todos, somos muchos más
quienes nos preocupamos por cumplir, y hacer cumplir, lo que esta situación nos
exige. Somos más los que nos movemos temprano para hacer lo que nos toca, y por
temprano no me refiero necesariamente a la hora del día, sino a la inmediatez
que imprimimos con la finalidad de que nos quede tiempo para otras cosas que
pudieran resultar más divertidas o menos demandantes, tal vez ver la tele, leer
un libro o el periódico, sentarse a la mesa en familia, platicar, compartir lo
aprendido en el día a día, qué sé yo…
Estos diez meses que duró el ciclo escolar
parecían más largos de lo que fueron, se antojaban cuesta arriba en agosto y en
noviembre apenas nos marcaba el ritmo; ya en marzo las cosas cambiaron, el
trabajo aminoró -o nos acostumbramos a él- y las cosas comenzaron a pintar de
otro color para quienes pusieron esfuerzo y dedicación. Fue entonces que
entendí que muchas veces es más importante y valioso el empeño que el talento…
Sí ya sé que suena raro, pero ¿a poco no? No importa muchas veces que seas el
más inteligente, sino el más listo; el que sabe cómo distribuir su día en horas,
minutos e intentos para realizar lo que le solicitan.
Lo anterior lo comprobé con mis alumnos,
no con todos, pero sí con aquellos que tuvieron -y se dieron- la oportunidad de
estar en clase, de completar las fichas de trabajo, de aprender aunque fuera
poquito mientras se ponían a trabajar en mis chiflazones, en mis propuestas de proyecto;
en los que respondían mis preguntas y planteaban las propias en la clase, en
los que se conectaban a las 7:30 de la mañana o antes; en los que encendían sus
cámaras porque se sabían vistos o intuían la importancia de no ser invisibles,
los que entendieron que hacerse notar empieza por el rostro, los que compartían
su desayuno con los demás o los que no se peinaban por llegar a tiempo a la conexión,
los que tenían que bajar el volumen de sus teléfonos, tabletas o computadoras, o
no encendían la luz, porque en casa seguían dormidos; en las mamás y papás que
entraban a la clase y también preguntaban y hasta en aquellos que, en los
primeros días, maldecían al profe -a mí- porque no entendían que el trabajo era
de tal o cual modo.
Aprendí de todos, mucho… incluso los conocí
más de lo que me hubiera permitido de modo presencial. Verlos encajonados en
espacios limitados por el marco de la pantalla me calaba profundo porque me di
cuenta de que prefiero verlos revueltos en el salón, hablando entre ellos, compartiendo
explicaciones, inquietudes, cuestionando el tema, la clase o al profe, mientras
construyen su conocimiento. Allí no hubieran podido esconderse en una cámara
apagada -aunque a veces se me antoja que apaguen el micrófono-, allí los
prefiero móviles, de carne y hueso, sensibles a las palabras y a las ideas;
allí, en el aula de verdad, no en la virtual, hubiera podido intercambiar
palabras con muchos papás y mamás que, en busca de soluciones a las
calificaciones de sus hijos, acuden a la escuela para escuchar lo que se tiene
que decir, aunque no les guste escucharlo.
Pero terminó el ciclo escolar igual que
como inició: en línea, de lejos pero más cerca, sin oportunidad de premiar o
sancionar el esfuerzo individual, debido a una disposición absurda de la SEP
que deja en ridículo e inutiliza el trabajo de cada profe, el esfuerzo de cada
familia y el empeño de mis alumnos, amparado en un falso humanismo que retrasa
el logro que implicó la inversión, económica y de tiempo, de cada participante
en el proceso educativo y enaltece el populismo que, ignorante, aplaude la decisión
y se burla del esfuerzo de las escuelas y docentes, pero además, que exige
-como si lo mereciera- mayor calificación porque en diez meses no tuvo para
comprar un celular, aunque sí para cosas menos productivas que acortan la
visión de futuro hacia el interior de sus familias.
Es momento de echar tierra a este ciclo
escolar, de avanzar al que sigue de manera incierta, porque no sabemos en qué
condiciones volveremos -si es que volvemos-; es momento de poner en práctica
todo lo aprendido en casa, con los dispositivos, con la internet, con Classroom
o Facebook; en momento de fortalecer los lazos entre la familia y profesores y
entender que el trabajo escolar se divide en tres partes: alumnos, padres y escuela,
entender que si una de estas partes falla, no habrá avance útil para nadie,
principalmente para los estudiantes, para mis alumnos.
A quienes avanzaron con pasos firmes, mil
felicidades; a quienes no enfrentaron el reto y se ocultaron en el anonimato
-padres y alumnos-, perseverancia y conciencia ante la oportunidad que
desperdiciaron; a los padres y madres de familia que siempre estuvieron
presentes, gracias. Muchas gracias.